En estos tiempos de populismos, confusión, fake news y en general, de falta de precisión, es más importante que nunca que los economistas hagamos un llamamiento al rigor. Porque no se puede confundir el hecho, el dato, con el juicio de valor.
Vaya por delante que, a pesar de ser economista, he estado yo muy peleado con mi profesión. Mientras que los médicos salvan vidas, los ingenieros construyen puentes por los que transitamos con seguridad, o los físicos nos cuentan cómo funciona el universo, los economistas, como portaestandartes de lo que Thomas Carlyle llamaba la ciencia triste (dismal science), tenemos un papel mucho menos lucido. En efecto, nos pasamos el día predicando sobre catástrofes futuras, pero luego somos incapaces de predecir cuándo viene una crisis, y cuando ésta estalla, su duración y profundidad.
Pero hete aquí que estos tiempos de populismos, confusión, fake news y en general, de falta de rigor y precisión (por desgracia, también en el periodismo), me están reconciliando con mi profesión. No, los economistas nunca salvaremos vidas, ni dejaremos al público anonadado con las paradojas del mundo cuántico. Pero, si se nos ignora, el mundo puede acabar situado en un lugar mucho peor que el actual.
En medio de esta barahúnda en la que estamos sumidos, es más importante que nunca que los economistas hagamos un llamamiento al rigor. Porque dos y dos son cuatro, no tres o cinco. Porque no se puede confundir el hecho, el dato, con el juicio de valor. Por supuesto que hay espacio para este, y para plantear políticas alternativas que hagan hincapié sobre la redistribución de la renta o sobre las transferencias intergeneracionales de dichas rentas. Pero también hay un espacio para recordarnos que el juicio de valor no puede alterar la aritmética más básica.
¿En qué estoy pensando? En la polémica que genera la traslación de un impuesto a precios, por ejemplo. El manual de microeconomía de primero del Grado en Economía nos explica que un aumento exógeno de los costes de producción desplaza la curva de oferta (hacia arriba). Para una curva de demanda dada, ese desplazamiento hacia arriba supondrá que se intercambiarán menos bienes, a un precio mayor. ¿En qué grado? Pues dependerá de la elasticidad de las curvas de oferta y demanda – de su forma-, lo que en román paladino quiere decir que depende simplemente del grado de competencia en el sector (una curva de oferta plana representa una mayor competencia) y de la fortaleza de la demanda (cuanto más inelástica, más vertical). Y esto es así, independientemente de los juicios de valor que se hagan. Es la teoría de la traslación de los impuestos. ¿O es que acaso alguien piensa que el IVA lo paga el empresario? ¿O que un aumento del IVA lo paga en exclusiva el consumidor, sin que impacte sobre los márgenes empresariales? ¡Señores, rigor, rigor!
Y por supuesto que hay cabida para los juicios de valor. Por ejemplo, los impuestos más eficientes son aquellos que se imponen sobre mercados con demandas inelásticas y lo son precisamente porque su introducción no altera las cantidades que el mercado estaba intercambiando antes de la introducción del tributo. Típicas demandas inelásticas son las del alcohol o el tabaco. Pero también presentan demandas inelásticas los bienes de primera necesidad o de sustitución imposible, como medicamentos para dolencias graves. Mientras que criterios de equidad y eficiencia justifican los impuestos especiales sobre alcohol y tabaco, difícilmente lo harían en el caso de bienes de primera necesidad. Una vez respetado el rigor en el análisis, queda, por supuesto, espacio para el debate de política económica y la opinión, pero no podemos confundir lo uno con lo otro.
Podría continuar, pero probablemente caiga ya en saco roto: la tolerancia con los hechos que no encajan en nuestras posiciones ideológicas es cada vez más limitada en las sociedades occidentales, parangón en un tiempo no lejano de tolerancia hacia las opiniones ajenas y del respeto a la discrepancia. Aun así, no renuncio a alertar sobre otra área “desagradable” de nuestra realidad que me preocupa, y mucho: la del elevado endeudamiento exterior de la economía española. Es un hecho. El Banco de España acaba de hacer pública la posición de inversión internacional neta de España en el tercer trimestre de 2018: 965.000 millones de euros, un 80,6% del PIB. Dado que la crisis de 2008-2012 ya nos demostró que los sudden stops -cierre súbito de los mercados de financiación- eran posibles en la eurozona y ya no sólo en países emergentes, debemos pensar que, por muy duro que resulte, la aquiescencia de los mercados internacionales a la política económica española es tan relevante como el apoyo político de nuestro Parlamento. En otras palabras, no podemos tomar decisiones de espaldas a los mercados, cuando dependemos de la financiación de estos para mantener nuestro actual nivel de vida. Hoy por hoy, no se vislumbran tensiones. Pero el recuerdo de la última crisis nos avisa de cuán rápido ese sentimiento puede cambiar. Es un hecho -otro hecho- incuestionable.