El principio de 2021 se presenta complicado. Por una parte, dejamos atrás un año terrible, el año de la pandemia de la Covid, que tan enormes cicatrices económicas y sociales ha dejado. Por otra, esperamos que este año sea infinitamente mejor que el anterior gracias a las nuevas vacunas desarrolladas, que marcan el principio del fin de la pandemia. Una vez más, el progreso tecnológico, ha venido a dar esperanza a una humanidad acorralada por la naturaleza. Es eso precisamente lo que engrandece al hombre: su capacidad de inventar y utilizar herramientas, sean estas meras lanzas de piedra o sofisticados programas informáticos.
De hecho, la tecnología no sólo permite vislumbrar el fin de la pandemia, sino que ha contribuido a minimizar su impacto. Y no sólo me refiero al comercio electrónico de bienes, sino a la provisión de servicios mediante canales telemáticos. En el caso de los bancos, aunque estos permanecieron abiertos en todo momento, como servicio esencial que son, los clientes pudieron operar mediante las aplicaciones digitales con plena normalidad, veinticuatro horas al día, los siete días de la semana. Y la prevalencia de los servicios telemáticos ha permitido también teletrabajar a amplios espectros de la población, proseguir con la educación de nuestros jóvenes y mantener abiertos los vínculos familiares y de amistad en el seno de nuestras comunidades.
A pesar de este papel salvador del progreso tecnológico, se está produciendo un resurgir de visiones escépticas acerca de la función de la tecnología, que podemos calificar como neoludismos. Dos pueden ser los orígenes de esta corriente de opinión. Por un lado, está el sentimiento melancólico que nos hace añorar un pasado que siempre parece mejor. Ese sentimiento explicaría, por ejemplo, por qué los teclados virtuales de nuestros dispositivos electrónicos imitan el sonido de las máquinas de escribir de antaño. Por otro lado – y este argumento es aún más relevante-, el estilo de vida de las sociedades modernas provoca un cierto o gran rechazo porque no sólo está en el origen de procesos como la zoonosis de la Covid, el VIH, el zika o el ébola, sino que lo está en también en un cambio climático de consecuencias imprevisibles para la humanidad.
Aunque se puede entender, e incluso compartir, esa reacción en contra de las consecuencias de nuestro estilo de vida actual, sería un craso error que la necesidad de enmendar esos efectos conlleve ineludiblemente un rechazo del progreso tecnológico. Al contrario, la única forma por la que podemos transformar nuestras sociedades y economías es precisamente mediante el respaldo de la tecnología, del avance científico, que permite no sólo innovadoras vacunas contra enfermedades emergentes sino también luchar de manera más eficaz contra el cambio climático mediante nuevas formas de generar energía de forma limpia y sostenible. El progreso técnico, y su adecuada utilización, es sin duda la respuesta a los grandes desafíos del mundo.
Por todo ello, no podemos quedarnos atrás. Como sociedad, porque sin el avance técnico no podremos responder eficazmente a los desafíos planteados en el medio plazo. No es casualidad que el plan de recuperación europeo, que sienta los pilares de la economía europea del futuro, se centre en la revolución medioambiental y la transformación digital.
Como empresas, porque si queremos no ya ser rentables, sino sobrevivir, tenemos que asumir esa revolución. Pensemos en el sector bancario, ¿alguien cree de verdad que una entidad podría perdurar sin una aplicación digital que permita a los clientes operar en un entorno 24/7? No, claro que no: al fin y al cabo, el desarrollo de los canales digitales ha venido impuesto por nuestros clientes que querían operar de una manera más sencilla, eficiente y continuada en el tiempo. De hecho, el confinamiento ha acelerado el uso de esos canales digitales por parte de nuestros clientes de manera exponencial.
En el ámbito de los ciudadanos, este proceso de transformación exige un aprendizaje y puesta al día desafiante. Nadie, sin embargo, se puede quedar atrás porque eso afectaría no sólo a las oportunidades de encontrar trabajo sino a la misma realización personal, esto es, a la posibilidad de aprender, acceder a la información y relacionarse. Esto requiere de un gran esfuerzo de adaptación por parte de todos, ciudadanos, empresas y sector público. Estos tres ámbitos tienen que compartir la responsabilidad de que la educación en la tecnología y la provisión de servicios digitales, a través de una banda ancha de internet, sea accesible para todos los ciudadanos, en sentido físico y económico, no importa donde vivan o qué edad tengan. Nadie puede quedar atrás porque no disponga de medios y conocimientos. Si alguien utiliza una máquina de escribir, que sea porque así lo desea, no porque carezca de un ordenador o no sepa utilizar un procesador de texto.
Debemos pensar, además, en cómo preservar el contacto personal en el frío mundo digital. En nuestro sector, ese papel lo juegan los empleados bancarios, que siguen dando al cliente ese servicio personal, cercano y a medida que tanto se echa de menos cuando la oficina bancaria se traslada unos metros más lejos o cierra sus puertas. Pese a esta labor callada e imprescindible de los empleados bancarios, estos han sido siempre los grandes olvidados, y en particular lo han sido ahora, durante la crisis sanitaria. En lo peor de la pandemia, ellos estaban allí, al frente de las sucursales, atendiendo a los clientes, a los particulares y al más de medio millón de empresas que se quedaron sin liquidez cuando tuvieron que cerrar sus puertas. Sin embargo, resulta doloroso no escuchar ni una palabra de agradecimiento, ni una mención cuando se cita a los numerosos colectivos de trabajadores que nos atendieron durante el confinamiento y siguen haciéndolo.
En definitiva, aunque podamos entender las resistencias de estos nuevo luditas, como sociedades, empresas y personas, nuestro futuro depende del buen uso de las oportunidades que nos ofrece el progreso tecnológico. Esa es la apuesta que hace el sector bancario: utilizar la tecnología para proveer a nuestros clientes y a la sociedad de servicios financieros más eficientes, accesibles y baratos. Y es, nos guste o no, la única apuesta posible.
José María Roldán, presidente de la Asociación Española de Banca