En tiempos de crisis es más necesario que nunca preservar la solvencia del sistema financiero, que es lo que nos permitirá salir de la crisis rápidamente y empezar a reconstruir nuestro tejido productivo lo antes posible
“Ojalá vivas tiempos interesantes”, reza la irónica maldición conocida en el mundo anglosajón como la chinese curse, aunque de china no tiene nada. Pues bien, por desgracia, estamos viviendo tiempos extremadamente interesantes. Y como suele ocurrir en épocas turbulentas, la primera víctima es el rigor, la certeza, lo veraz. Hoy parece que unos pocos tweets virales valen más que políticas ciertas y declaradas. Pero no por ello debemos dejar de denunciar todas aquellas distorsiones de la realidad que veamos.
Una de las más perniciosas es la que contrapone salud y economía: debemos elegir entre una y otra, nos dicen. Pero no es cierto: sin salud no hay economía porque no hay certidumbre, y sin ella no hay inversión, no hay consumo, no hay creación de empleo. Porque si la economía falla, la salud también fracasa, porque no dispondremos de recursos suficientes para invertir en investigación médica y farmacológica, en prevención de enfermedades, en costosos tratamientos contra enfermedades tan perniciosas como el cáncer. Tampoco es cierta la dicotomía entre lo público y lo privado: sin un sector privado que genere riqueza y empleo, no puede haber un sector público que recaude impuestos para invertir en políticas sociales, en bienes públicos. Vivimos en una economía mixta de mercado, no hay elección entre las esferas públicas y privadas: para que una de ellas avance, se necesita que la otra funcione y lo haga bien.
Otra falsa propuesta que se nos presenta es la elección entre estabilidad económica y estabilidad financiera. No hay tal, sin la una, la otra no es posible, y viceversa. La crisis de 2008-2012 es un amargo recordatorio de esa interdependencia entre ambas esferas. Si los bancos son el sistema circulatorio de toda economía, es imposible que el resto del organismo, la economía real, sobreviva sin el concurso del sistema financiero. Si, como resultado de toda esta crisis, acaba sacrificándose la salud financiera, debemos esperar un futuro sin salud, sin economía, sin empleo y sin crecimiento ni ingresos públicos para políticas sociales.
La buena noticia es que los bancos españoles están mucho mejor preparados que hace diez años: no sólo tienen niveles de capital y liquidez en los balances mucho mejores, sino que su gestión de riesgos es más profesional y por completo ajena a intereses políticos o regionales, algo que no era así antes de 2007. Y en esta mejora debemos reconocer la labor de las autoridades reguladoras, que han endurecido con creces las normas impuestas al sector, pero que han fortalecido con ello enormemente sus balances y su capacidad de gestión.
Por todo ello, en esta crisis sanitaria sin precedentes, los bancos han podido reaccionar con prontitud, poniendo al servicio de las administraciones públicas su enorme potencia de fuego en términos de liquidez, al tiempo que ponían a disposición de sus clientes más necesitados soluciones de aplazamiento del repago de sus deudas o adelantaban los pagos de pensiones o prestaciones por desempleo. Además, en estas extrañas circunstancias de confinamiento, aseguraban la provisión de servicios financieros a sus clientes, sin fallos ni fisuras, bien por medio de sus sus canales digitales o a través de la atención personalizada en las sucursales bancarias. Este es un valor poco apreciado. Se valora poco un funcionamiento perfecto, a pleno rendimiento, de un sector tan esencial como el bancario en unos momentos tan cruciales. Dicho de otro modo, bendita sea la revolución digital que el sector bancario abrazó con entusiasmo, porque ello nos está permitiendo ahora poder dejar a un lado toda preocupación por el funcionamiento de nuestro sistema de pagos, de nuestro sistema financiero.
En estos tiempos de tribulaciones aparecen con más frecuencia algunos clichés sobre el sector bancario que nacen de un profundo desconocimiento sobre la naturaleza de su negocio. Los bancos son administradores de dinero ajeno. Y no me refiero al dinero de esos accionistas, a los que tan pocas alegrías estamos dando últimamente y a los que estamos tan agradecidos, sino sobre todo dinero de nuestros acreedores, de las familias y empresas que depositan sus ahorros o excedentes en entidades bancarias. Es a ellos a quien nos debemos, pues de su confianza depende el mantenimiento de ese sistema circulatorio de vital importancia para nuestras economías.
No podemos confundir, por tanto, la concesión del crédito con una subvención a fondo perdido. Ese no es el papel de los bancos: los créditos se conceden para ser devueltos, porque así lo exigen nuestras responsabilidades fiduciarias con nuestros clientes de pasivo, con los depositantes. Todo crédito debe ser concedido tras un riguroso análisis de riesgos, ahora más que nunca si cabe, para que todo aquel que esté pasando por dificultades temporales de liquidez puede acceder a la financiación que le permita superar esas dificultades con más holgura de tiempo. Esto también funciona así en las líneas de financiación con garantía del ICO, donde la garantía pública de entre un 80% y un 60% del importe del crédito permitirá que la financiación fluya hacia las empresas, en particular las pequeñas y medianas, y los autónomos con mayor rapidez y alcance, si bien el riesgo residual para los bancos es lo suficientemente importante como para que ese rigor en la evaluación del riesgo no se ignore, como la propia regulación de la línea de avales nos recuerda. Esa es la mejor forma de proteger tanto los intereses de los contribuyentes como de los depositantes, y de la sociedad en su conjunto, pues en tiempos de crisis es más necesario que nunca preservar la solvencia del sistema financiero, que es lo que nos permitirá salir de la crisis rápidamente y empezar a reconstruir nuestro tejido productivo lo antes posible.
Sinceramente pienso que la sociedad española es afortunada de contar con los bancos privados que tiene. Se vio en la crisis de 2008-2012, donde fueron un bastión de estabilidad, financiándose en momentos puntuales incluso mejor que el propio Tesoro español, sin que necesitaran ser rescatados con fondos públicos (por mucho que se insista en lo contrario, esa es una verdad incontestable para los bancos de la AEB). Se constató cuando una crisis idiosincrásica de uno de sus miembros se resolvió sin recursos públicos (un caso único en Europa, hasta hoy). Y se va a plasmar en la actual y difícil coyuntura, donde van a garantizar que ninguna empresa solvente quede atrás. Por todas estas razones, no pido reconocimiento, pero sí respeto para que los bancos puedan cumplir su función y así ayudar a la economía, a todos los ciudadanos, a salir de esta situación con el menor daño posible. Ese es nuestro compromiso: hacer todo lo que esté en nuestra mano para que esta crisis sea un penoso y remoto recuerdo lo antes posible.
José María Roldán, presidente de la Asociación Española de Banca